Si algo nos ha
enseñado la pandemia es que, salvo nuestra actitud, no podemos controlar nada. Las circunstancias que nos rodean son lo que son.
La incertidumbre de convivir con un microorganismo potencialmente letal ha sido
un ejercicio que ha hecho que cada uno active sus recursos internos más
recónditos con la finalidad de, no sólo mantenerse a salvo, sino de optimizar
la vida en el presente, de apreciar cada instante en la práctica, de hacer más
de cada día, con lo que hay y donde estamos.
¿Dónde quedaron
nuestros planes? En alguna parte de nuestro cerebro o en una agenda. La vida
pasó, parafraseando a John Lennon, mientras los hacíamos y de qué manera. Pero
la tendencia de tener la vida bajo control para ganar espacios de seguridad
sigue estando instaurada en nuestra psique como un chip.
La vida perfecta
no existe, y nunca ha existido (¿qué es la perfección?). Crecemos, nos hacemos
adultos, en el proceso nos convencemos de que tenemos que ser lo menos particulares
posibles para encajar y ser aceptados por otros que están el mismo proceso de
ajuste que nosotros, hacemos todo lo que se esperaba – y más – para ser normales
y anodinos, para hacer que nuestros talentos se adapten a lo que necesita la sociedad sin descollar en exceso, así vamos transitando lidiando con los juicios de otros y los propios, y así se nos pasan los días, los años, los lustros y las décadas,
mientras sólo encontramos solaz en esa libertad que nos da disfrutar de
pequeños placeres, atesorar momentos en compañía de quienes nos conocen de
verdad, todo esto mientras danzamos entre las convenciones sociales impuestas
por el deber ser.
Entonces llega un
día donde lo que parecía más estable se derrumba, donde comienzas a vivir una
distopia, donde no hay lugar seguro en el mundo, y empiezas a pensar sobre la
muerte, lo que has hecho con tu vida hasta ahora, y todo lo que te falta por
hacer, lo mucho o poco que has disfrutado del camino, y con terror descubres que,
bajo la égida de esa sensación de estabilidad y control que has construido a
pulso, lo único que hay es una tensión que no cesa, un sufrimiento innecesario,
y un vacío…porque todo es impermanente.
En ese proceso,
obnubilados por la ilusión de que controlamos algo, hemos comenzado a tenerle
pánico a sentir, cualquier emoción pareciera ser peligrosa, y nos devanamos los
sesos en argumentos pseudoracionales que justifiquen el por qué no es bueno
rendirnos a sentir lo bueno sin juzgarnos, y resistiendo a ese torrente caudaloso e
indetenible de humanidad que mora en nuestro ser, comenzamos a sentir miedo,
dolor, ansiedad por un futuro que no ha llegado.

Ayer tuve la
oportunidad de ver Synechdoche, New
York (Charlie Kaufman, 2008) , una película extraordinaria de Charlie
Kaufman, el mismo director / guionista de Eternal
Sunshine of the Spotless Mind (2004), donde a través de la historia de
Caden (Phillip Seymour Hoffman), un exitoso director de teatro, explora esa
necesidad de control, con tanta obsesión que la vida se le va de las manos, los
afectos se van yendo o muriendo mientras él se interna en un laberínto mental
oscuro, sólo iluminado por momentos de ternura, que termina, como era de
esperarse, con su muerte; y luego vi Anomalisa (Charlie
Kaufman, 2015) un tratado sobre el extrañamiento del yo en ese proceso
de querer encajar, el ubicuo y tan actual síndrome del impostor, el tedio de
la uniformidad y la necesidad de reconectarse con el propio yo y con el otro
desde nuestra propia naturaleza única.
La buena noticia
es que estamos vivos (hoy lo estamos). Dejemos de ser los esbirros de nosotros
mismos, de darnos con el látigo del control, soltemos ese yugo innecesario,
volvamos a nuestro ser de nuevo y no salgamos de ahí más nunca. La única tarea urgente es crear espacios de felicidad en medio del caos, fluyendo con él, es necesario e
imperativo, sólo así estaremos bien…mucho mejor de lo que nunca nos hubiéramos
imaginado.